Por Gastón Fernández Arricar
Recuerdo cuando era niño. En esa etapa ya tenía en claro lo que quería ser. Ni astronauta ni aviador ni bombero ni jugador de fútbol ni abogado ni doctor. Yo sabía que mi corazón (y en parte mi destino, si es que creen), estaba marcado por el arte y la cultura, sin comprender, a ciencia cierta, de qué se trataba. Fui consciente, a partir de ese momento, que no había vuelta atrás. De niño empecé a escribir, a tientas. De niño empecé a actuar, trepándome a las paredes del patio de mi casa. De niño empecé a perfilar los personajes que después me habitarían, debajo de la piel y fuera de ella.
De mi niñez ya han pasado muchos años. Las cosas se han transformado, pero la vocación no, se ha robustecido. Me crie en un territorio en donde el arte y la cultura se ceñían a parámetros de rigurosa ilusión: casi todo había que imaginarlo. Eso fortaleció el espíritu creador. Supe que el mundo era una región más extensa, profundamente inabarcable. Ser hoy aquí no es lo mismo que haberlo sido tiempo atrás. El futuro siempre es el lugar que conjeturamos equívocamente, ese que arañamos con la vicisitud de lo improbable. Haber atravesado esa línea entre el ayer y el hoy, nos convierte en protagonistas privilegiados de la historia. Pertenecemos a la generación de los que agitaban la antena del televisor para poder enganchar, con suerte, una señal difusa que nos llegaba de la vecina orilla. Y también somos de la generación “netflixer”, que ha aprendido tanto de maratones como de la rayuela o del “ring raje”. Continue reading